2023/01/11

Como changos ante el monolito.

¿Recuerdan el inicio de 2001: A Space Odyssey?

Esa escena icónica donde los primates rodean un monolito negro, desconcertados, aterrados y maravillados a la vez. Golpean, chillan, retroceden… pero algo en ellos cambia. Hay miedo, pero también un impulso hacia lo desconocido.

Así me he sentido estas últimas semanas: como un chango gritándole a algo que no entiendo… pero que ya está cambiándome.

Ese algo se llama Inteligencia Artificial. Y este 2023 —marcado por su llegada masiva— se siente como otro momento-monolito. Un punto de quiebre.

Déjenme contarles por qué.

En noviembre de 2022, OpenAI —una empresa en la que ha metido mano Elon Musk, ese Lex Luthor de la vida real con Twitter como kriptonita— liberó al mundo tres herramientas que ya están cambiando las reglas del juego: Whisper, DALL·E y ChatGPT. Cada una, por separado, ya sería impresionante. Juntas, son otro tipo de bestia.

Whisper convierte audio en texto con una precisión casi quirúrgica. Distingue voces en medio del caos, separa lo que se dice del ruido que lo rodea. No parece gran cosa… hasta que lo usas y transcribe una conversación llena de interferencias como si hubiera escuchado tu mente.

DALL·E es directamente brujería computacional: le describes una imagen con palabras —un niño latino con ojos grandes, una catedral de pan diseñada por Kandinsky, el logo de una empresa imposible— y en segundos lo genera. No busca en Google. Lo crea. Uno puede pasarse horas ahí, maravillado como chango frente a una máquina de colores.

Pero el que me dejó sin habla —o más bien, con demasiadas palabras posibles— fue ChatGPT. Un bot con el que se conversa como en aquellos chats de los 2000… salvo que ahora no estás hablando con tu primo, tu ligue o un desconocido en Argentina. Estás hablando con una IA.

Y no solo platica: escribe textos, redacta guiones, resume ideas, corrige párrafos, explica temas complejos, traduce, crea poemas, cartas de amor y hasta frases que uno cree que siente.

Es como si la palabra ya no necesitara boca.

¿Por qué digo que esto va a cambiar el mundo?

Porque hay momentos —muy pocos— en los que aparece algo que reconfigura nuestra forma de ver, de hacer, de entender. Y aunque al principio lo miramos con asombro, tenemos memoria de chango y una capacidad casi animal de adaptación: lo nuevo se vuelve normal con una velocidad que da vértigo.

¿Recuerdan cuando llegaron los smartphones? Tienen apenas quince años con nosotros y ya no nos sorprenden. ¿O el Internet? ¿O el descubrimiento de América, si nos vamos lejos y dramáticos? Incluso el día que mi hijo mezcló bicarbonato y vinagre y creyó haber inventado el mundo.

Cada uno, a su escala, fue un monolito. Un impacto. Pero luego… el hábito. El bostezo. El scroll.

Lo mismo podría pasar con esta tecnología. O no.

Porque esta vez el hueso lanzado al cielo no es una herramienta externa.

Es un espejo.

Estamos apenas empezando a entender lo que estas nuevas IAs realmente significan. No solo interpretan instrucciones y resuelven tareas: están aprendiendo a hablarnos en nuestro idioma simbólico, a leer entre líneas, a organizar nuestras ideas mejor de lo que lo hacemos nosotros mismos.

Sí, da miedo. Pero también abre una grieta luminosa.

Mi amigo Pedro —un chango de iglesia con más alma que WiFi— me dijo algo que me dejó callado:

"Tal vez esta tecnología sea otra forma de entender la conciencia."

Porque sí, algo en estas herramientas nos está obligando a repensar cosas profundas:

¿Qué es comprender? ¿Qué es crear? ¿Qué es escuchar, cuando no hay orejas?

No digo que las máquinas tengan alma. Pero están invadiendo el espacio donde creíamos que vivía lo exclusivamente humano.

Imaginen una sola plataforma que combine imagen, texto y voz.

Una IA capaz de generar películas, videojuegos o series hechas a la medida de tu nostalgia, tus traumas o tu playlist emocional del día. Que reconozca tus reacciones, ajuste la narrativa en tiempo real, y sepa si necesitas que el final sea feliz… o brutal.

O una que analice textos complejos, cruce datos, elija el tipo de gráfica y genere la presentación por ti —sin que tú tengas que pasar por Excel, PowerPoint ni el infierno de las fuentes mal alineadas.

Esto suena como el futuro, sí.

Pero en realidad suena como el martes que viene.

Yuval Noah Harari lo advirtió con la voz tranquila del que ya vio el diluvio venir: muchos trabajos desaparecerán. No solo los manuales o repetitivos. También oficios simbólicos como traductores, desarrolladores, abogados, analistas. Profesiones que alguna vez fueron sinónimo de estabilidad ahora se ven frágiles como ramas secas.

Y sí, es legítimo asustarse. Pero también es urgente entender el terreno que estamos pisando.

Estas plataformas no solo nos desplazan: nos exigen mutar.

Explorarlas, aprenderlas, jugar con ellas no es curiosidad geek: es supervivencia simbólica.

El mundo está cambiando.

Y como buen chango urbano, más vale subirte a la ola antes de que te revuelque contra las piedras.

Este 2023 ya no será un año más: será otro monolito.

Un punto de inflexión donde empresas, tecnologías, emociones y rituales cotidianos empezaron a cambiar a un ritmo que apenas alcanzamos a nombrar.

Y sí, para 2024 muchas de estas cosas serán tan normales como revisar el clima desde el celular o pedirle a una máquina que nos explique el alma humana en 280 caracteres. El asombro se vuelve costumbre. Lo imposible, trámite.

Pero aún habrá trabajo. Siempre lo hay.

No el mismo, no con los mismos nombres, ni las mismas herramientas. Pero habrá formas de sostenerse, de crear valor, de intercambiar símbolos.

El verdadero reto no es sobrevivir el cambio.

Es aprender a habitarlo con conciencia.

Porque el monolito ya está aquí.

Y como buenos changos frente a él, solo tenemos dos opciones:

quedarnos gritando de miedo… o atrevernos a tocarlo.

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