Del "Estimado Usuario" al "¿Quién Eres Hoy?"
Lo que está pasando no es una simple moda techie ni una actualización más del changarro digital. Es una mutación silenciosa, casi vergonzosa, como cuando uno de nosotros se baja de la liana y se pone a caminar sobre dos patas creyendo que nadie lo está viendo.
La identidad digital, esa cosa que antes era sólida como una rama gorda de ceiba —dura, estable, llena de bichos guardados—, ahora se ha vuelto puro río: fluye, se evapora, cambia de cauce y a veces ni siquiera moja. Atrás quedó el tiempo en que éramos archivistas de nosotros mismos, obsesionados con guardar cada plátano mordido, cada email enviado, cada playlist con nombre de exnovia. Hoy lo que importa es el acceso, no la pertenencia. El scroll, no el recuerdo. El algoritmo, no el álbum.
Esto no va de "los chavos ya no usan Hotmail". No. Es más profundo. Estamos viendo cómo se reconfigura lo que entendemos por ser alguien. Y lo digo con el hocico lleno de contradicción: porque yo también fui de esos simios que acumulaban screenshots como si fueran pruebas en un juicio cósmico. Pero ahora... ahora hasta los changuitos más pequeños ya no quieren cuentas, quieren contenido. No quieren nombre, quieren nickname. No quieren historial, quieren feed.
Hubo un tiempo —y no fue hace tanto— en que tener un correo electrónico era como tener un ombligo digital. No solo servía para recibir promociones de Crocs o las cadenas de tu tía sobre Jesús, sino que era tu identidad misma. Una especie de bitácora neuronal que confirmaba que habías existido, que habías comprado cosas, dicho cosas, querido cosas. Ahí estaba todo: tus boletos electrónicos, tus riñas con exsocios, tus suscripciones vergonzosas.
El correo era el altar donde íbamos depositando ofrendas: documentos, fotos pixeladas, recibos del SAT, planes fallidos. Y como buenos changos urbanos, le dimos valor de reliquia. Guardábamos los correos como si fueran estampitas de santos, con la esperanza de que un día ese rastro de bits dijera al mundo: "Este fui yo. Yo sí estuve aquí. Yo sí fui coherente".
Porque eso también importaba: la coherencia. Queríamos ser seres digitales cronológicamente estables. Que si alguien veía nuestra biografía digital, dijera "¡Ah! Este chango tiene trayectoria". Como si fuéramos un currículum con patas.
Pero eso ya se cayó. Y no fue un derrumbe épico, fue más bien un desliz silencioso. Como cuando dejas de abrir el correo por unos días y, sin darte cuenta, ya nunca regresas. Te perdiste en el feed. Te convertiste en flujo.
Los nuevos changuitos digitales —esos que ya nacieron con los pulgares listos para deslizar— no quieren dejar huella, quieren dejar pasar. Para ellos, eso de registrarse con un mail, verificar su cuenta, guardar historial y acumular interacciones es como pedirle a un colibrí que coleccione piedras: no solo les parece absurdo, les parece un ancla.
Y no es flojera. Es otra epistemología. Otra forma de entender el mundo. Otra relación con la memoria, con el yo, con el sentido mismo de estar en línea. Nosotros, changos de la vieja guardia, crecimos con la idea de que lo que no se guardaba, se perdía. Ellos crecieron sabiendo que lo que se guarda, estorba.
En plataformas como Canela —que para mí fue como observar una tribu nueva desde el follaje—, menos del 1% quería registrarse formalmente. ¿Para qué? ¿Para que los persiga el mismo banner de siempre? ¿Para que les pregunten si quieren retomar la serie que ya no les gustó? No, gracias. Prefieren el anonimato funcional, la cuenta fantasma, la entrada silenciosa y la salida sin rastro.
Lo que quieren no es pertenecer, es pasar. No quieren tener casa digital, quieren acceso express. Como changuitos que descubrieron que pueden chupar la fruta sin arrancar la rama. ¿Quién necesita raíces cuando puedes flotar?
Esta observación nos llevó a una verdad incómoda: la identidad digital ya no es algo que se construye, es algo que se activa. Y después se apaga. Así de simple, así de mutante, así de inasible. No hay rastro, no hay legado, no hay cuenta madre que contenga todas las demás. El archivo se volvió una incomodidad. Una trampa. Un espejo viejo con manchas de humedad.
Lo que antes era signo de pertenencia ahora es un trámite que huele a institución. Y ya sabemos lo que les pasa a los changuitos cuando los meten a la jaula de las instituciones: se aburren, se arrancan el pelaje y se tiran al piso a gritar.
Lo vimos claro en esta transformación: a los usuarios ya no les interesa que los recuerdes, quieren que los adivines. No quieren que les preguntes si desean continuar donde se quedaron. Quieren que les muestres lo que no sabían que necesitaban ver. Lo que se siente fresco, lo que vibra en el presente, lo que no tiene polvo ni historial ni contraseña.
¿Quién soy? El de ahorita. ¿Y el de hace un mes? Un recuerdo incómodo. Un like mal dado. Un mail que jamás abrí.
Y eso nos lleva a una verdad incómoda para los simios veteranos como yo, que aprendimos a aferrarnos a nuestras cuentas como si fueran extensiones del alma: ya nadie quiere ser en una plataforma. Quieren usar la plataforma. Extraer, consumir, desechar. Las marcas ya no son tótems, son llaves. Llaves que se pierden en cuanto la cerradura cambia.
¿Lealtad? ¿Fidelidad digital? Por favor. Eso es tan 2007 como ponerle contraseña a tu carpeta de fotos.
Ahora nos movemos como enjambres erráticos, saltando de rama en rama sin mirar atrás. Si una app falla, la desinstalamos sin culpa. Si un servicio pide "verifica tu identidad", levantamos la ceja y nos vamos por donde vinimos. La coherencia interplataforma murió. El archivo quedó como fetiche de bibliotecario. Y el yo digital dejó de ser una narrativa estable para volverse un efecto de contexto. Un disfraz situacional. Una máscara que se desecha cuando cambia el escenario.
Lo que antes era signo de autenticidad —tener una sola cuenta, un solo username, un historial limpio— hoy es sospechoso. Nadie quiere parecer constante. Nadie quiere parecer vigilado. La coherencia se volvió antinatural. La autenticidad ahora es mutación. La sinceridad, un efecto de momento.
Si hoy me llamo "xXDragonSoulXx" y mañana "SofíaLovesSpicy", ¿cuál de los dos soy? Los dos. Ninguno. El que está escribiendo esto ya no soy yo, soy la versión de mí que entendió que en este ecosistema lo importante no es acumular, sino resonar. Y resonar no es ser consistente, es ser útil al algoritmo.
Porque ese es el nuevo dios sin nombre: el algoritmo. El ojo que todo lo sabe sin recordar nada. El que no te pregunta quién fuiste, sino qué se te antoja ahora. No quiere tu archivo, quiere tu pulso. Y nosotros, felices, le entregamos cada dedo, cada clic, cada microgesto.
No vivimos para ser recordados, vivimos para ser adivinados. Nos leemos a nosotros mismos en el feed, como quien se reconoce en un reflejo tembloroso. No hay pasado. Solo hay presente que se repite con otra canción de fondo.
Y eso, queramos o no, nos está cambiando la cabeza. Ya no pensamos como narradores. Pensamos como editores de clips. Nos aburren las historias largas. Nos impacientan los arcos argumentales. Queremos el momento, la emoción, el brillo fugaz.
¿Y la memoria? Se fue a vivir al backend. La almacena un sistema que decide por nosotros. Ya no nos pertenece. ¿Qué viste ayer? No sabes. Pero TikTok sí. ¿Qué dijiste en 2017? Ni idea. Pero ChatGPT lo tiene en su base de datos emocional.
El chango ya no recuerda, el chango reacciona. El chango ya no escribe su autobiografía, la scroll-ea. El chango ya no es chango: es flujo. Y en ese flujo, la identidad es un efecto secundario, un holograma que parpadea cuando alguien le pone play.
Así que no, no estamos mejor ni peor. Estamos mutando. Pasamos del tótem al reflejo en el río. Del "Estimado usuario" al "¿Quién eres hoy?". Y mientras tanto, el algoritmo nos mira, nos mide, nos afina. Nos acaricia con sus recomendaciones. Y nosotros, con una mezcla de miedo, placer y resignación, nos dejamos reconocer.
La pregunta ya no es quiénes somos, sino cuántas versiones de nosotros pueden coexistir en este río digital sin que se ahoguen unas a otras. La respuesta, como todo en esta nueva epistemología, es fluida: las que el algoritmo necesite para mantenernos scrolleando.
Del tótem al reflejo. Del archivo al feed. Del ser al fluir. La identidad digital no murió, simplemente aprendió a nadar.
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