Así como antes olía mal en Dinamarca, hoy —pero con menos castillos y más camas de hospital estilo IMSS— la justicia en México apesta. Y no sólo apesta: se está desmoronando. La tratamos como piñata institucional, rellena de ideología podrida y promesas viejas, mientras le pegan con dos palos: uno populista presidencial, otro clasista desde la supuesta oposición.
La elección de jueces por votación popular no fue una locura. Fue el paso lógico de un plan con cara de pueblo y garras de poder absoluto. Una especie de changoleón democrático con toga, que cambia de color según convenga al poder, pero siempre con los mismos colmillos.
El 1 de junio de 2025, mientras los mexicanos elegían entre tamales o tortas ahogadas, también “eligieron” a los jueces que los van a juzgar. Con una participación del 13% —celebrada mediocremente desde Palacio Nacional, pero que significa un abstencionismo del 87%— se consumó el espectáculo más caro de América Latina. Nueve de cada diez mexicanos eligieron no reconocer que estaban decidiendo el futuro de la justicia. Costo: aproximadamente 7 mil millones de pesos. Resultado: jueces que no le deben el puesto a la ley ni al mérito, sino al dedazo maquillado de voluntad popular, es decir, cada voto costó casi 583 pesos.
Esta tragedia no empezó ayer ni con esta administración. Viene de lejos, de una estructura judicial que nació con deudas impagas y promesas huecas. Durante décadas, la justicia fue ese plátano maduro colgando tan alto que nadie alcanza por más que brinque: según el INEGI, el 93.2% de los delitos queda impune y apenas el 1.4% de la población confía en los jueces.
Ahí estaba la justicia, pero nunca al alcance del chango común. Hoy, ese andamiaje se desploma desde dentro, con un gobierno que convierte las leyes en palas para enterrar contrapesos, y una oposición que prefiere cruzarse de brazos, repetir su discurso clasista y marearse de autocomplacencia, parada en su ladrillo de privilegio.
El Poder Judicial era —en teoría— la última rama donde el gorila podía treparse sin miedo al zarpazo presidencial. Pregúntenle a Eduardo Medina Mora, que renunció a la Corte tras “apretones” nunca explicados. O vean cómo golpearon a los ministros que no se alinearon con el proyecto presidencial. Ahora le están serruchando la rama con herramientas aparentemente legales. Y sí, suena bonito eso de que “el pueblo elige”, pero detrás del cartel democrático hay función de circo: jueces en la cuerda floja, caudillos en el palco VIP aplaudiendo su propia obra.
¿Por qué funciona esta trampa? Porque el dolor es real. En Tila, Chiapas, Margarita López Morales lleva 18 años esperando que le resuelvan el despojo de sus tierras ejidales. En la Mixteca oaxaqueña, las mujeres indígenas siguen sin justicia cuando son violadas o despojadas.
Los simios comunes estuvimos fuera del juego legal durante décadas. Y cuando nunca tuviste justicia, te venden el voto judicial como redención. El problema es que no te están dando poder: te están disfrazando de jurado para hacerte cómplice del truco. Te dan la ilusión de ser el verdugo, cuando en realidad sigues siendo el condenado.
Estamos en pleno nudo simbólico: instituciones que fracasaron y un pueblo con hambre legítima de vida digna, no solo de castigo o reparación. Justicia sí, pero también salud, trabajo, vivienda, respeto. Lo que arde no es sólo el expediente archivado, sino la ausencia sistemática de condiciones para vivir con dignidad.
Y cuidado: lo que se ofrece no es justicia restaurativa, sino teatro punitivo para castigar a un gobierno que ya no está. Y cuando se ha podido castigar de verdad, no se ha hecho. Es parte de la simulación para ganar votos.
Una ilusión de control con urnas que no empoderan, sino que desarman. Una democracia de likes jurídicos, sin dueños claros, sin límites visibles, sin vergüenza siquiera.
Lo viejo se pudrió, sí. Pero lo nuevo está hecho de humo y espejitos. Y entre los escombros, la crítica se volvió tibia, la oposición un meme de TikTok, y los changos lúcidos andan paralizados, como si pensar fuera peligroso. ¿Lo es? Por supuesto. Porque pensar implica decir: esto tampoco sirve, carnal.
Entonces, ¿qué nos queda? Ni esperar al mesías político ni resignarse al circo. Lo urgente es mirar lo que ya funciona, lo que ya existe, lo que no sale en los medios porque no genera rating ni vende periódicos.
Miren a Cherán, Michoacán: desde 2011 se autogobiernan sin partidos, con asambleas que resuelven conflictos. Su índice de violencia bajó 90%. No necesitaron ni Guardia Nacional ni jueces estrella.
Miren a las rondas comunitarias de Guerrero: lograron lo que el Ejército no pudo, sin tiroteos ni desaparecidos.
O a los juzgados indígenas de Oaxaca, donde la justicia no cuesta 50 mil pesos de abogado, y las autoridades sí conocen a los involucrados.
No son experimentos antropológicos ni postales folclóricas. Son laboratorios vivos de otra forma de hacer justicia.
Hay que multiplicar estas experiencias: tribunales comunitarios, mediadores que huelan a tianguis y no a Excel, liderazgos que surjan del dolor cotidiano, no del PowerPoint.
Y sobre todo, una escucha feroz de las frustraciones que nos trajeron hasta aquí. No para explotarlas con venganza, sino para darles forma, contención, dignidad.
Lo que viene no tiene nombre, pero sí tiene urgencia. No es restauración, ni revolución. Es otra cosa: una selva por explorar, con reglas nuevas por inventar. Un pacto sin caudillos, sin simulaciones, sin el viejo sueño del gorila salvador que baja del cerro a rescatarnos de nosotros mismos.
Porque sí: es de noche y el frío cala.
Pero podemos calentar la mente imaginando el fuego nuevo.
Y sostener la llama entre nosotros.
Hasta ahora lo que hemos pedido es un bombero mesiánico.
Y no es lo que necesitamos.
Prendamos la primera fogata nosotros mismos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario