Todo iba bien. Hasta que un changuito cayó a la jaula. Todo iba bien. Hasta que el Homo sapiens —ese animal que presume de racional— decidió salvar su reflejo matando al otro. Todo iba bien. Hasta que matamos a Harambee. Si la coreografía memética nos había enseñado a saltar sin abismo, la tragedia de Harambee nos mostró la gravedad que aún nos persigue.
No fue una guerra. No fue un meteorito. No fue el colapso de la bolsa ni el tuit de un CEO disfrazado de mesías. Fue un disparo. Seco. Preciso. En un zoológico. El disparo que nos condenó, de manera obvia, a la extinción. Un zoológico: esa pecera terrestre donde encerramos lo que tememos y lo que admiramos, para poder sentirnos dioses desde el otro lado del vidrio. Un disparo que cruzó la jaula, el músculo, el tiempo… y se incrustó en la conciencia colectiva como un parteaguas disfrazado de “procedimiento”. El mismo “procedimiento” que hemos pulido hasta la perfección en nuestra danza diaria de gestos sin consecuencia.
Porque era “lo correcto”, dijeron. Ese “lo correcto” que ya no distingue entre la precaución y el sacrificio. Ese manto de prudencia bajo el cual se esconde una cobardía brillante, con nombre técnico y justificación legal. La misma cobardía que nos empuja a repetir patrones, a mimetizarnos en la masa por miedo a lo incierto.
¿Se acuerdan del King Lear de Godard? Esa película donde el lenguaje se derrite tras Chernobyl y ya nada se dice sin olor a escombro. Bauman lo vio claro entre los vidrios líquidos: el momento exacto en que dejamos de vivir por vivir y empezamos a vivir por no morir. Tan sutil como irreversible.
Harambee murió porque el hombre ya no tolera lo incierto. Porque el algoritmo nos enseñó que es mejor disparar antes que confiar. Porque la bondad ya no cotiza en bolsa y la estadística se volvió profeta. En esta coreografía de la seguridad, el gesto de la confianza se volvió obsoleto, un rito sin valor en nuestro catálogo de lo mostrado. Y ahí, justo ahí, empieza la muerte que de veras duele: la de la confianza, la de lo posible, la del vínculo que no fue, por si acaso.
Ya no nos matan ni los tigres ni la peste. Nos matan los protocolos. Nos mata el miedo elegantemente justificado. Ya no decidimos con el corazón: decidimos con un Excel en la mano. Ya no gritamos “¡alto!” desde la empatía, sino “¡disparen!” desde el algoritmo. Ya no hay fe: solo procedimientos para matar lo inesperado.
Matamos a Harambee por si acaso. Por si el gorila —confundido, curioso, paternal— decidía hacer lo impensable. Porque ya no confiamos ni en lo que encerramos ni en lo que criamos. Porque nos encerramos en el dogma de la seguridad como si fuera la jaula más segura. Y todo dogma, ya lo saben los changos viejos, exige sacrificios.
Y entonces, sí. Todo iba bien. Hasta que matamos a Harambee.
Por si acaso… yo también disparé. No al gorila, claro. Pero disparé con silencios, con evasiones, con esos “mejor no nos arriesgamos” que uno repite como mantra y como excusa. Disparé al confiar más en la estadística que en el instinto. Disparé al dejar que el miedo eligiera por mí. Porque todos llevamos un zoológico por dentro: jaulas numeradas, precintos emocionales, alarmas que suenan ante cualquier movimiento inesperado. Un escenario de nuestra propia coreografía interna, donde el yo se disuelve por el temor a estar solo ante el verdadero abismo.
Pero el chango —este que escribe, el que se rasca mientras piensa— se pregunta hoy si no llegó la hora de recuperar ese abismo. De saltar la reja. De confiar. De no disparar.
Quizá sea tarde. Quizá no. Pero si alguna vez se asoman a la jaula y ven que estoy ahí, observando… no disparen. Por si acaso.
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