2025/05/27

Todo iba bien, y matamos a Harambee

Todo iba bien. Hasta que un changuito cayó a la jaula. Todo iba bien. Hasta que el Homo sapiens —ese animal que presume de racional— decidió salvar su reflejo matando al otro. Todo iba bien. Hasta que matamos a Harambee. Si la coreografía memética nos había enseñado a saltar sin abismo, la tragedia de Harambee nos mostró la gravedad que aún nos persigue.

No fue una guerra. No fue un meteorito. No fue el colapso de la bolsa ni el tuit de un CEO disfrazado de mesías. Fue un disparo. Seco. Preciso. En un zoológico. El disparo que nos condenó, de manera obvia, a la extinción. Un zoológico: esa pecera terrestre donde encerramos lo que tememos y lo que admiramos, para poder sentirnos dioses desde el otro lado del vidrio. Un disparo que cruzó la jaula, el músculo, el tiempo… y se incrustó en la conciencia colectiva como un parteaguas disfrazado de “procedimiento”. El mismo “procedimiento” que hemos pulido hasta la perfección en nuestra danza diaria de gestos sin consecuencia.

Porque era “lo correcto”, dijeron. Ese “lo correcto” que ya no distingue entre la precaución y el sacrificio. Ese manto de prudencia bajo el cual se esconde una cobardía brillante, con nombre técnico y justificación legal. La misma cobardía que nos empuja a repetir patrones, a mimetizarnos en la masa por miedo a lo incierto.

¿Se acuerdan del King Lear de Godard? Esa película donde el lenguaje se derrite tras Chernobyl y ya nada se dice sin olor a escombro. Bauman lo vio claro entre los vidrios líquidos: el momento exacto en que dejamos de vivir por vivir y empezamos a vivir por no morir. Tan sutil como irreversible.

Harambee murió porque el hombre ya no tolera lo incierto. Porque el algoritmo nos enseñó que es mejor disparar antes que confiar. Porque la bondad ya no cotiza en bolsa y la estadística se volvió profeta. En esta coreografía de la seguridad, el gesto de la confianza se volvió obsoleto, un rito sin valor en nuestro catálogo de lo mostrado. Y ahí, justo ahí, empieza la muerte que de veras duele: la de la confianza, la de lo posible, la del vínculo que no fue, por si acaso.

Ya no nos matan ni los tigres ni la peste. Nos matan los protocolos. Nos mata el miedo elegantemente justificado. Ya no decidimos con el corazón: decidimos con un Excel en la mano. Ya no gritamos “¡alto!” desde la empatía, sino “¡disparen!” desde el algoritmo. Ya no hay fe: solo procedimientos para matar lo inesperado.

Matamos a Harambee por si acaso. Por si el gorila —confundido, curioso, paternal— decidía hacer lo impensable. Porque ya no confiamos ni en lo que encerramos ni en lo que criamos. Porque nos encerramos en el dogma de la seguridad como si fuera la jaula más segura. Y todo dogma, ya lo saben los changos viejos, exige sacrificios.

Y entonces, sí. Todo iba bien. Hasta que matamos a Harambee.

Por si acaso… yo también disparé. No al gorila, claro. Pero disparé con silencios, con evasiones, con esos “mejor no nos arriesgamos” que uno repite como mantra y como excusa. Disparé al confiar más en la estadística que en el instinto. Disparé al dejar que el miedo eligiera por mí. Porque todos llevamos un zoológico por dentro: jaulas numeradas, precintos emocionales, alarmas que suenan ante cualquier movimiento inesperado. Un escenario de nuestra propia coreografía interna, donde el yo se disuelve por el temor a estar solo ante el verdadero abismo.

Pero el chango —este que escribe, el que se rasca mientras piensa— se pregunta hoy si no llegó la hora de recuperar ese abismo. De saltar la reja. De confiar. De no disparar.

Quizá sea tarde. Quizá no. Pero si alguna vez se asoman a la jaula y ven que estoy ahí, observando… no disparen. Por si acaso.

El menú democrático viene amañado

He estado rumiando este proceso electoral judicial como quien mastica corteza reseca: no por hambre, sino por instinto. No como ciudadano distraído, sino como tú: intentando construir un criterio que vaya más allá del eslogan fácil y la propaganda disfrazada de debate. Porque sí, lo que circula por redes es tristemente pobre. Pobre en proteína simbólica, pobre en argumento, pobre en respeto por la inteligencia ajena. Y cuando el espacio público se llena de consignas y se vacía de pensamiento, la pregunta ya no es si se vota o no, sino cómo diablos se puede ejercer el voto con conciencia entre tanto ruido con eco.

Curiosamente, llegué a mi postura no por lo político, sino por lo íntimo. Pensando en mi experiencia como padre. Cuando nació el Pequeño Big Bang, al campamento familiar llegaron técnicas de crianza que brillaban como fruta madura, pero sabían a truco. Prometían firmeza con afecto, pero al poco tiempo me vi aplicando estrategias que no formaban pensamiento crítico, sino obediencia decorada. “¿Sopa de pasta o de verduras?”, “puedes ir si cumples 21” (a un niño de 12), “no es castigo, es consecuencia natural”. Y me rasqué la cabeza. No por piojo moral, sino por incomodidad de fondo. Lo que parecía sensato, al observarlo con el lomo frío, era manipulación tierna: falsa elección, condiciones arbitrarias, castigo disfrazado de destino. Un sistema de control con envoltorio emocional. Y aunque la crianza puede partir desde cierta asimetría formativa, el gobierno mexicano opera como un papá eterno que no deja crecer a sus hijos. No se nos reconoce como adultos deliberantes: se nos dan respuestas empaquetadas. Se nos hace sentir culpables de decisiones que otros ya tomaron.

Esto no lo pienso: lo recuerdo con el cuerpo. Durante años trabajé en comunicación política institucional. Ahí donde se cocina lo que se dice y se esconde lo que duele. Vi cómo se decide qué dar al votante, qué ocultar, cómo simular participación mientras se administra obediencia. No lo digo desde la sospecha: lo digo desde el lomo curtido. Por eso, cuando me hice la pregunta: ¿votar o no votar?, entendí que esa no era la pregunta real. La pregunta era: ¿Qué tipo de elección es esta? ¿Qué legitimidad produce? ¿Qué jaula la sostiene, y quién la alimenta?

Volví a los clásicos. No con devoción, sino como quien excava tierra húmeda. Schumpeter dice que sin competencia real no hay democracia: hay zoológico simbólico. Aquí los perfiles no compiten, se turnan. Sartori exige instituciones con estructura: información, rendición de cuentas, separación de poderes. Aquí hay solo mallas flojas y cortinas de humo. Mouffe nos recuerda que sin disenso no hay pluralismo: hay obediencia con eco. Y aquí, cuestionar el proceso es ser flojo, traidor o snob.

Alemania, Reino Unido, Costa Rica… no los traigo como tótems. Los traigo como ramas donde la legitimidad se construye paso a paso, no con zancada de campaña. Allá hay criterios públicos, deliberación, evaluación técnica. Aquí hay prisa, slogan y rostro sin contexto. Allá se fortalece el tronco institucional. Aquí se parte de la premisa de que todo está podrido, y se pide fe en la reforestación mágica.

Por eso decidí practicar la abstención activa. No me voy a quedar colgado del silencio. Voy a ir, cancelar la boleta, y engraparle una nota. Porque si la democracia no admite pie de página, entonces es puro guion. Y yo quiero ser autor, no personaje. No es apatía. No es gesto tibio. Es una negativa física, razonada, marcada con garra. Una forma distinta de dejar huella.

Ya sé lo que dicen: que eso no cuenta, que es privilegio, que es inútil. Pero eso es confundir participación con sumisión. Y yo, chango viejo, ya no muerdo el fruto plastificado.

No creo en el “mal menor” cuando todo el menú viene de la misma cocina opaca. Si todos los platillos son versiones distintas del mismo guiso agrio, elegir no es elegir: es asentir con hambre. No niego que haya personas valiosas en las boletas. Digo que el proceso no permite saberlo. No hay trayectorias visibles. No hay criterios abiertos. Incluso el mejor perfil se diluye en el caldo.

Mi abstención es parte de una danza más amplia. Apoyo transparencia. Me organizo. Exijo. No me retiro del árbol común. Solo rechazo el columpio amañado que me invitan a usar como si fuera libertad.

No es PRI. No es Morena. No es PAN. Es ninguno. Porque todos esos marcos fueron construidos sin preguntarnos. Sin cocina abierta. Sin receta colectiva.

La democracia no es elegir entre dos sopas que no pedimos. Es tener voz en el menú, en la cocina, en la receta. Y cuando eso no se da, lo más político que puedo hacer es documentar el vacío, agruparme con otros changos pensantes y construir fogatas donde sí podamos decidir qué cocinar.

Aquí estoy, como siempre, para seguir conversando como cuando creíamos que podíamos reorganizar el mundo desde las caricaturas. Tal vez entonces no sabíamos que hablábamos de arquetipos, de estilos de vida, de modelos de imaginación… pero lo hacíamos. Y sí, rompimos al grupo en dos por un día. Pero al recreo siguiente lo entendimos: no se trataba de tener la razón, sino de saber volver a reunirnos.


El salto sin abismo (coreografía de changos urbanos)

En los viejos tiempos —esos que nunca existieron pero que sirven para pensar— decir era hacer. Decías "prometo" y te comprometías. Decías "declaro la guerra" y se morían personas. Decías "te bautizo" y nacía una identidad simbólica. Esos eran los enunciados performativos: palabras con dientes, con consecuencias, con saliva ritual.

Pero algo cambió en la jungla de concreto.

Ahora, el chango urbano ya no dice para transformar. Dice para ser visto. Brinca, graba, edita, sube. Lanza su gesto al cielo digital esperando likes como si fueran plátanos sagrados. La performatividad se volvió vitrina. El salto perdió su abismo.

Tatuarse, llorar en cámara, tomarse ayahuasca en ceremonias con playlist de Spotify: todo parece profundo, pero es solo registrable. Lo que importa no es lo que cambia adentro, sino lo que circula afuera. El símbolo fue reemplazado por la selfie. El rito por el clip viral.

Y entonces, como buen babuino con aspiraciones filosóficas, me pregunto: ¿cuándo confundimos lo visible con lo verdadero?

La moda ya no es expresión ni búsqueda. Es coreografía memética. Un sistema de gestos que imitan el sentido… pero no lo contienen. Nos tatuamos como si fuéramos originales, pero repetimos hasta el diseño. Ya no es "esto soy", sino "yo también".

El cuerpo, que antes guardaba cicatrices como mapas, ahora solo conserva lo escroleable. Ya no es memoria de lo vivido, sino catálogo de lo mostrado. Antes, marcar la piel era dejar constancia de una batalla, un duelo, un renacimiento. Ahora, basta un láser. O un filtro. O una galería de archivo.

Y eso, amigos primates, no es evolución: es desmemoria.

Lo inquietante no es que estemos juntos. Lo inquietante es que nos disolvamos en la masa por miedo a estar solos. Porque una cosa es comunidad —esa liana simbólica donde cada quien se sujeta con conciencia— y otra muy distinta es colmena: movimiento sin mito, pertenencia sin relato, ruido sin canto.

Nos movemos en manada como si el algoritmo fuera tambor tribal. Pero no hay tambor. Solo software. Solo hambre de no desaparecer.

Confundimos disolución con pertenencia. Perdemos el yo para no ser el raro. Cedemos la agencia por terror al exilio simbólico.

TikTok no inventó esto. Solo afinó el espejo.

Lo que vemos ahí es lo que ya éramos: amplificado y con música de fondo. ¿Y si el verdadero virus no es digital, sino simiesco? ¿Y si la tecnología solo nos revela esa inclinación ancestral a repetir lo que hace el grupo… incluso si es saltar al vacío?

Los experimentos ya lo mostraban hace décadas: obediencia a figuras vacías, conformidad irracional, brutalidad disfrazada de roles. Todo estaba ahí, esperando que alguien le diera WiFi.

La pregunta no es si TikTok nos hizo así. La pregunta es: ¿y si ya estábamos así diseñados?

Hay una diferencia entre habitar la existencia y suceder en ella. Entre tener un yo y flotar como etiqueta entre hashtags. El problema no es la herramienta. Es el patrón. La danza invisible que nos lleva de gesto en gesto sin detenernos a preguntar: ¿para qué?

Resistirse parece posible. Pero… ¿es real? ¿O solo es otra pose performática para sentirse fuera del sistema mientras se usa iPhone?

El "salto sin abismo" no es metáfora: es diagnóstico.

Saltamos sin riesgo. Marcamos la piel sin historia. Gritamos sin eco.

Eso no es rebeldía. Es coreografía. No es identidad. Es efecto especial.

La tragedia no está en que actuemos. La tragedia está en que actuemos sin consecuencia. Que el rito haya perdido lo sagrado. Que el gesto ya no transforme al que lo ejecuta.

Somos changos en coreografía perpetua. Todos danzan. Nadie se transforma.

Y mientras tanto, el abismo —ese espacio simbólico donde algo muere y algo nace— ya no está.

Nos quedamos con la pose del salto… pero sin gravedad.

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