En los viejos tiempos —esos que nunca existieron pero que sirven para pensar— decir era hacer. Decías "prometo" y te comprometías. Decías "declaro la guerra" y se morían personas. Decías "te bautizo" y nacía una identidad simbólica. Esos eran los enunciados performativos: palabras con dientes, con consecuencias, con saliva ritual.
Pero algo cambió en la jungla de concreto.
Ahora, el chango urbano ya no dice para transformar. Dice para ser visto. Brinca, graba, edita, sube. Lanza su gesto al cielo digital esperando likes como si fueran plátanos sagrados. La performatividad se volvió vitrina. El salto perdió su abismo.
Tatuarse, llorar en cámara, tomarse ayahuasca en ceremonias con playlist de Spotify: todo parece profundo, pero es solo registrable. Lo que importa no es lo que cambia adentro, sino lo que circula afuera. El símbolo fue reemplazado por la selfie. El rito por el clip viral.
Y entonces, como buen babuino con aspiraciones filosóficas, me pregunto: ¿cuándo confundimos lo visible con lo verdadero?
La moda ya no es expresión ni búsqueda. Es coreografía memética. Un sistema de gestos que imitan el sentido… pero no lo contienen. Nos tatuamos como si fuéramos originales, pero repetimos hasta el diseño. Ya no es "esto soy", sino "yo también".
El cuerpo, que antes guardaba cicatrices como mapas, ahora solo conserva lo escroleable. Ya no es memoria de lo vivido, sino catálogo de lo mostrado. Antes, marcar la piel era dejar constancia de una batalla, un duelo, un renacimiento. Ahora, basta un láser. O un filtro. O una galería de archivo.
Y eso, amigos primates, no es evolución: es desmemoria.
Lo inquietante no es que estemos juntos. Lo inquietante es que nos disolvamos en la masa por miedo a estar solos. Porque una cosa es comunidad —esa liana simbólica donde cada quien se sujeta con conciencia— y otra muy distinta es colmena: movimiento sin mito, pertenencia sin relato, ruido sin canto.
Nos movemos en manada como si el algoritmo fuera tambor tribal. Pero no hay tambor. Solo software. Solo hambre de no desaparecer.
Confundimos disolución con pertenencia. Perdemos el yo para no ser el raro. Cedemos la agencia por terror al exilio simbólico.
TikTok no inventó esto. Solo afinó el espejo.
Lo que vemos ahí es lo que ya éramos: amplificado y con música de fondo. ¿Y si el verdadero virus no es digital, sino simiesco? ¿Y si la tecnología solo nos revela esa inclinación ancestral a repetir lo que hace el grupo… incluso si es saltar al vacío?
Los experimentos ya lo mostraban hace décadas: obediencia a figuras vacías, conformidad irracional, brutalidad disfrazada de roles. Todo estaba ahí, esperando que alguien le diera WiFi.
La pregunta no es si TikTok nos hizo así. La pregunta es: ¿y si ya estábamos así diseñados?
Hay una diferencia entre habitar la existencia y suceder en ella. Entre tener un yo y flotar como etiqueta entre hashtags. El problema no es la herramienta. Es el patrón. La danza invisible que nos lleva de gesto en gesto sin detenernos a preguntar: ¿para qué?
Resistirse parece posible. Pero… ¿es real? ¿O solo es otra pose performática para sentirse fuera del sistema mientras se usa iPhone?
El "salto sin abismo" no es metáfora: es diagnóstico.
Saltamos sin riesgo. Marcamos la piel sin historia. Gritamos sin eco.
Eso no es rebeldía. Es coreografía. No es identidad. Es efecto especial.
La tragedia no está en que actuemos. La tragedia está en que actuemos sin consecuencia. Que el rito haya perdido lo sagrado. Que el gesto ya no transforme al que lo ejecuta.
Somos changos en coreografía perpetua. Todos danzan. Nadie se transforma.
Y mientras tanto, el abismo —ese espacio simbólico donde algo muere y algo nace— ya no está.
Nos quedamos con la pose del salto… pero sin gravedad.
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