2025/06/21

Del Extractivismo a la Autenticidad: Crisis y Transformación del Trabajo

 

La Ilusión de Progreso

La clase media global creció de 1.8 mil millones en 1990 a más de 3.5 mil millones de personas hoy. Celebramos esta cifra como signo de progreso, pero oculta una realidad incómoda: la mayoría de esos nuevos empleos no crean valor real. Son posiciones dentro de sistemas de intermediación que extraen valor desproporcionado respecto a lo que generan. No enfrentamos una crisis de distribución de riqueza, sino una crisis de diseño económico donde hemos normalizado que empresas enteras, sectores completos y millones de empleos existan únicamente para insertar capas extractivas entre la necesidad y su satisfacción.

Esta nueva clase media enfrenta una contradicción que raramente se discute abiertamente. Como empleados, dependemos de que nuestras empresas extraigan valor para mantener nuestros salarios. El marketing manager necesita que su empresa infle artificialmente el valor percibido; el empleado de plataforma tech necesita que su sistema capture márgenes desproporcionados; el consultor empresarial necesita vender metodologías que complican más que simplifican. Como consumidores, sufrimos directamente esa extracción: pagamos veinte dólares por algo que costó dos producir, donde solo tres llegan al origen y quince se evaporan en capas intermedias. Como ciudadanos, sabemos que algo está mal, pero no podemos identificar el problema sin cuestionar nuestra propia posición económica.

La Trampa Sistémica

Esta no es hipocresía individual sino trampa sistémica. Para reconocerla, basta responder tres preguntas: ¿qué porcentaje del precio final llega al productor original versus tu capa? ¿Tu función podría ser reemplazada por tecnología básica sin pérdida real de funcionalidad? ¿Tu intervención reduce o aumenta el costo final comparado con alternativas directas? Amazon facilita logística y búsqueda, pero extrae trescientos por ciento de valor cuando podría operar con márgenes del diez por ciento manteniendo toda su funcionalidad. Apple extrae treinta por ciento del valor generado por otros desarrolladores, multiplicado por millones de transacciones diarias. Empresas fintech que prometen democratizar las finanzas frecuentemente agregan costos superiores a alternativas tradicionales, pero cobrados de forma menos transparente.

La clase media no eligió el extractivismo por codicia, sino por supervivencia racional en un sistema que castiga sistemáticamente el trabajo que crea valor real. Agricultura, manufactura, logística, cuidado: salarios reales en declive, mayor informalidad, menor prestigio social, ausencia de proyección profesional. Marketing, consultoría, gestión de plataformas: salarios superiores, mejor estatus, mayor flexibilidad, narrativa de innovación. La huida hacia empleos intermediarios no es falla moral individual, sino respuesta racional a incentivos perversos.

Cada empleado de clase media que gana ochenta mil dólares optimizando sistemas extractivos transfiere ese costo al consumidor final. Los productos no son más caros por inflación monetaria, sino por inflación de capas intermedias. Un producto que debería costar cinco dólares cuesta veinte porque debe sostener salarios de equipos que inflan su valor percibido, comisiones de plataformas que controlan el acceso, honorarios de consultores que optimizan procesos básicos, márgenes de intermediarios financieros en cada paso. El resultado: erosión sistemática del poder adquisitivo real mientras las estadísticas muestran crecimiento de la clase media.

El Colapso de las Promesas: Cuando la Trascendencia Deja de Funcionar

Pero la crisis económica extractiva coincide con otro colapso más profundo: la fractura del sistema de promesas diferidas que durante siglos sostuvo al sujeto moderno. La cultura occidental construyó un entramado institucional que ofrecía sentido a través del futuro:

  • La religión prometía salvación eterna si eras bueno.
  • La escuela prometía estabilidad si estudiabas.
  • La empresa prometía seguridad si eras leal y eficiente.
  • La familia prometía sentido si tenías hijos.

El contrato era claro: obedece hoy, sacrifica hoy, y recibirás sentido mañana.

Pero esas promesas están quebradas.

El futuro laboral ya no es seguro. La educación ya no garantiza empleo estable. Los títulos se depreciaron. Las corporaciones ya no ofrecen carrera de por vida. La meritocracia se volvió un algoritmo ciego.

La familia ya no es refugio ni proyecto. Tener hijos ya no es símbolo de realización, sino de renuncia. La clase media postergó o abandonó la procreación porque la precariedad estructural hace del hijo una amenaza al deseo.

La religión ya no organiza el más allá. Dios no murió, pero ya no convence. La promesa del cielo suena hueca cuando ni el presente tiene sentido. La espiritualidad se fragmenta en búsqueda, pero sin institución que la contenga.

En conjunto, estas fracturas hacen que el parásito psicológico —el ego funcional al sistema— entre en crisis profunda. Porque su pacto no era con el presente, sino con el futuro prometido. Y ahora ese futuro ya no llega.

Cuando el cielo, el empleo y la familia dejan de garantizar sentido, el ego se queda sin sistema nervioso simbólico. Ya no hay Dios que premie, ni jefe que reconozca, ni linaje que justifique. Solo queda un sujeto sin promesas, sin destino y sin marco para organizar su finitud.

La Automatización del Parasitismo

Y ahora llega el golpe de gracia: la inteligencia artificial puede hacer la mayoría del trabajo extractivo mejor que nosotros. La clase media construyó su prosperidad sobre empleos que parecían intelectuales y especializados, pero que en realidad eran intermediación rutinizable. Marketing de contenidos, análisis de datos, gestión de procesos, optimización de conversiones, investigación de mercados, reportes gerenciales: todo esto son algoritmos ejecutados por humanos. Durante décadas nos refugiamos en empleos que parecían cognitivos pero que en realidad eran ejecución de procedimientos. Éramos algoritmos biológicos ejecutando tareas que un algoritmo digital puede hacer más rápido y más barato.

La inteligencia artificial no va a reemplazar a doctores, plomeros, cocineros, maestros de escuela o agricultores en el corto plazo. Va a reemplazar a analistas que procesan datos para generar perspectivas genéricas, gerentes que coordinan procesos rutinarios, especialistas en marketing que optimizan conversiones, consultores que aplican marcos estandarizados, empleados de fintech que procesan transacciones inteligentes. Es decir: va a automatizar precisamente el trabajo extractivo que sostiene a la clase media. La automatización no va a generar desempleo masivo sino irrelevancia masiva de la clase media profesional.

La Convergencia de Crisis

Vivimos una convergencia donde tres sistemas se desploman simultáneamente: el económico extractivo, el sistema de promesas diferidas que organizaba el sentido, y el ego negativo que se alimenta de miedo, drama y sufrimiento, manteniendo identidades ficticias basadas en estatus, control y negación de la finitud.

No estamos entrando en una era de iluminación espiritual colectiva. No hay despertar místico en masa. Lo que hay es algo más crudo: la caída del sistema de tranquilizantes simbólicos que mantenían funcional al ego. Y al perder esas redes, el parásito mental que justificaba la extracción, la repetición, la acumulación y el sacrificio deja de tener por qué sobrevivir.

La Triple Muerte Necesaria

Esta triple muerte es inevitable y necesaria. Muerte económica: colapso de empleos intermediarios que optimizan sistemas extractivos, obsolescencia de roles que un algoritmo ejecuta mejor, fin del modelo donde la prosperidad depende de extraer valor en lugar de crearlo. Muerte psicológica: disolución del parásito mental —juez interno, víctima, sistema de creencias limitantes—, muerte del ego que se identifica con función, estatus y control, eliminación de la negación sistemática de la vulnerabilidad y finitud. Muerte existencial: aceptación radical de la impermanencia de todas las identidades, reconocimiento de que la seguridad ficticia genera más sufrimiento que la incertidumbre auténtica.

El Territorio del Valor Irreductible

Después de estas muertes emerge el espacio del valor humano irreductible. La inteligencia artificial podrá simular lenguaje, emoción, estilo, pero no puede sostener ambigüedad sin resolverla, convivir con el misterio sin ansiedad, habitar el cuerpo con memoria, estar presente con otro sin interfaz, inventar vínculos que no responden a función, crear desde la experiencia vivida y no desde datos. Eso somos. Eso queda. Eso vale.

El territorio del trabajo auténtico incluye el cuidado físico y emocional profundo —presencia que acompaña procesos únicos—, la creación artística genuina —expresión desde la experiencia vivida, no desde datos—, la enseñanza transformativa —que cambia personas, no solo transfiere información—, la construcción y reparación física —contacto directo con la materialidad del mundo—, la innovación real —creación genuina versus optimización de lo existente—, el liderazgo inspiracional —que despierta potencial versus administración de recursos.

Pero también incluye la vida auténtica: presencia sin agenda, estar disponible sin necesidad de utilidad inmediata; amor incondicional, vínculos que no responden a función o intercambio; vida en el presente, conciencia de que solo el ahora es real; convivencia con el misterio, capacidad de sostener ambigüedad sin ansiedad; memoria corporal, habitar el cuerpo con historia y sensibilidad.

Este vacío no garantiza transformación. Puede llenarse de nihilismo, ansiedad, consumo desesperado, regresión o cinismo. Pero también abre la posibilidad de otro tipo de ser: uno que no necesita trascendencia externa, sino plenitud situada; uno que no se construye desde la falta, sino desde la presencia irreductible; uno que no se define por lo que acumula o posterga, sino por cómo habita este instante.

La Transición Consciente

La transición hacia este territorio requiere primero reconocimiento. Pregunta diagnóstica: ¿puedes describir en una oración el valor específico que tu trabajo agrega al mundo, de forma que cualquier persona lo entienda? Si requiere jerga corporativa o explicaciones sobre optimización, estás en una posición extractiva. Luego viene la aceptación: del modelo económico —reconocer que la automatización de la extracción es inevitable y benéfica—, del falso yo —aceptar la muerte del parásito que se identifica con rol, estatus y control—, de la seguridad ficticia —entender que la verdadera seguridad viene de la capacidad de crear valor real, no de mantener posiciones extractivas.

La migración consciente implica desarrollar capacidades irreductibles: presencia auténtica en relaciones, habilidades de cuidado y acompañamiento, creatividad genuina desde la experiencia propia, capacidad de enseñar e inspirar transformación, trabajo físico con maestría y significado. También implica construir alternativas: redes de apoyo mutuo, proyectos que minimicen intermediación, inversión en economías locales y directas, práctica de vida presente versus vida proyectada.

Hacia una Nueva Economía del Sentido

Finalmente, la integración requiere una nueva mitología personal donde el trabajo sirve a la vida, no a sistemas abstractos; donde el valor humano es irreductible a métricas; donde la muerte es maestra de presencia y autenticidad; donde la vulnerabilidad es fuente de conexión genuina. También requiere una nueva economía: minimización de capas intermedias, transparencia en estructuras de costos, redistribución de riqueza automatizada, dignificación del trabajo que crea valor directo.

El futuro no necesita más tareas sino más presencias con sentido. Una economía postalgorítmica no se basará en escalar eficiencias, sino en restaurar relaciones: con el tiempo como pausa significativa, con el otro como cuidado auténtico, con el mundo como pertenencia ecológica, con uno mismo como autenticidad sin performance.

La Elección Civilizatoria

Tenemos dos caminos posibles. Resistencia desesperada: intentar mantener artificialmente empleos extractivos e identidades parasitarias hasta que el colapso nos fuerce al cambio. O transición elegida: anticipar la muerte del falso yo económico y psicológico para renacer en el territorio del valor humano irreductible. La diferencia entre estas opciones determinará si la próxima década es una transformación consciente o un colapso traumático.

Esta crisis no es una amenaza sino la oportunidad civilizatoria de automatizar lo que nos deshumaniza para concentrarnos en lo que nos dignifica. Por primera vez en la historia, tenemos la posibilidad de automatizar el trabajo que no nos dignifica para concentrarnos en el trabajo que sí lo hace. La automatización puede liberar el talento humano hacia la creación, el cuidado, la presencia, la innovación auténtica.

Si solo haces lo que un algoritmo puede hacer, pronto un algoritmo lo hará. Si defines tu valor por tu función, desaparecerás con ella. Pero si puedes estar —sin agenda, sin rendimiento, sin utilidad inmediata— entonces eres parte de lo que aún no ha sido colonizado. El trabajo ya no nos sostiene como antes. Ahora nos toca sostener el sentido. La automatización de la extracción y la muerte del ego parasitario convergen en la misma salida: el territorio donde el valor humano no puede ser replicado, optimizado o automatizado. Es la dignidad irreductible de ser humano en un mundo que necesita, más que nunca, recordar qué significa eso.

2025/06/05

La Jaula del Pueblo Redentor: Votito Justiciero y Circo Institucional

Así como antes olía mal en Dinamarca, hoy —pero con menos castillos y más camas de hospital estilo IMSS— la justicia en México apesta. Y no sólo apesta: se está desmoronando. La tratamos como piñata institucional, rellena de ideología podrida y promesas viejas, mientras le pegan con dos palos: uno populista presidencial, otro clasista desde la supuesta oposición.

La elección de jueces por votación popular no fue una locura. Fue el paso lógico de un plan con cara de pueblo y garras de poder absoluto. Una especie de changoleón democrático con toga, que cambia de color según convenga al poder, pero siempre con los mismos colmillos.

El 1 de junio de 2025, mientras los mexicanos elegían entre tamales o tortas ahogadas, también “eligieron” a los jueces que los van a juzgar. Con una participación del 13% —celebrada mediocremente desde Palacio Nacional, pero que significa un abstencionismo del 87%— se consumó el espectáculo más caro de América Latina. Nueve de cada diez mexicanos eligieron no reconocer que estaban decidiendo el futuro de la justicia. Costo: aproximadamente 7 mil millones de pesos. Resultado: jueces que no le deben el puesto a la ley ni al mérito, sino al dedazo maquillado de voluntad popular, es decir, cada voto costó casi 583 pesos.

Esta tragedia no empezó ayer ni con esta administración. Viene de lejos, de una estructura judicial que nació con deudas impagas y promesas huecas. Durante décadas, la justicia fue ese plátano maduro colgando tan alto que nadie alcanza por más que brinque: según el INEGI, el 93.2% de los delitos queda impune y apenas el 1.4% de la población confía en los jueces.

Ahí estaba la justicia, pero nunca al alcance del chango común. Hoy, ese andamiaje se desploma desde dentro, con un gobierno que convierte las leyes en palas para enterrar contrapesos, y una oposición que prefiere cruzarse de brazos, repetir su discurso clasista y marearse de autocomplacencia, parada en su ladrillo de privilegio.

El Poder Judicial era —en teoría— la última rama donde el gorila podía treparse sin miedo al zarpazo presidencial. Pregúntenle a Eduardo Medina Mora, que renunció a la Corte tras “apretones” nunca explicados. O vean cómo golpearon a los ministros que no se alinearon con el proyecto presidencial. Ahora le están serruchando la rama con herramientas aparentemente legales. Y sí, suena bonito eso de que “el pueblo elige”, pero detrás del cartel democrático hay función de circo: jueces en la cuerda floja, caudillos en el palco VIP aplaudiendo su propia obra.

¿Por qué funciona esta trampa? Porque el dolor es real. En Tila, Chiapas, Margarita López Morales lleva 18 años esperando que le resuelvan el despojo de sus tierras ejidales. En la Mixteca oaxaqueña, las mujeres indígenas siguen sin justicia cuando son violadas o despojadas.

Los simios comunes estuvimos fuera del juego legal durante décadas. Y cuando nunca tuviste justicia, te venden el voto judicial como redención. El problema es que no te están dando poder: te están disfrazando de jurado para hacerte cómplice del truco. Te dan la ilusión de ser el verdugo, cuando en realidad sigues siendo el condenado.

Estamos en pleno nudo simbólico: instituciones que fracasaron y un pueblo con hambre legítima de vida digna, no solo de castigo o reparación. Justicia sí, pero también salud, trabajo, vivienda, respeto. Lo que arde no es sólo el expediente archivado, sino la ausencia sistemática de condiciones para vivir con dignidad.

Y cuidado: lo que se ofrece no es justicia restaurativa, sino teatro punitivo para castigar a un gobierno que ya no está. Y cuando se ha podido castigar de verdad, no se ha hecho. Es parte de la simulación para ganar votos.

Una ilusión de control con urnas que no empoderan, sino que desarman. Una democracia de likes jurídicos, sin dueños claros, sin límites visibles, sin vergüenza siquiera.

Lo viejo se pudrió, sí. Pero lo nuevo está hecho de humo y espejitos. Y entre los escombros, la crítica se volvió tibia, la oposición un meme de TikTok, y los changos lúcidos andan paralizados, como si pensar fuera peligroso. ¿Lo es? Por supuesto. Porque pensar implica decir: esto tampoco sirve, carnal.

Entonces, ¿qué nos queda? Ni esperar al mesías político ni resignarse al circo. Lo urgente es mirar lo que ya funciona, lo que ya existe, lo que no sale en los medios porque no genera rating ni vende periódicos.

Miren a Cherán, Michoacán: desde 2011 se autogobiernan sin partidos, con asambleas que resuelven conflictos. Su índice de violencia bajó 90%. No necesitaron ni Guardia Nacional ni jueces estrella.

Miren a las rondas comunitarias de Guerrero: lograron lo que el Ejército no pudo, sin tiroteos ni desaparecidos.

O a los juzgados indígenas de Oaxaca, donde la justicia no cuesta 50 mil pesos de abogado, y las autoridades sí conocen a los involucrados.

No son experimentos antropológicos ni postales folclóricas. Son laboratorios vivos de otra forma de hacer justicia.

Hay que multiplicar estas experiencias: tribunales comunitarios, mediadores que huelan a tianguis y no a Excel, liderazgos que surjan del dolor cotidiano, no del PowerPoint.

Y sobre todo, una escucha feroz de las frustraciones que nos trajeron hasta aquí. No para explotarlas con venganza, sino para darles forma, contención, dignidad.

Lo que viene no tiene nombre, pero sí tiene urgencia. No es restauración, ni revolución. Es otra cosa: una selva por explorar, con reglas nuevas por inventar. Un pacto sin caudillos, sin simulaciones, sin el viejo sueño del gorila salvador que baja del cerro a rescatarnos de nosotros mismos.

Porque sí: es de noche y el frío cala.

Pero podemos calentar la mente imaginando el fuego nuevo.

Y sostener la llama entre nosotros.

Hasta ahora lo que hemos pedido es un bombero mesiánico.

Y no es lo que necesitamos.

Prendamos la primera fogata nosotros mismos.

2025/06/03

Del tótem al reflejo en el río. La identidad digital cambió

Del "Estimado Usuario" al "¿Quién Eres Hoy?"

Lo que está pasando no es una simple moda techie ni una actualización más del changarro digital. Es una mutación silenciosa, casi vergonzosa, como cuando uno de nosotros se baja de la liana y se pone a caminar sobre dos patas creyendo que nadie lo está viendo.

La identidad digital, esa cosa que antes era sólida como una rama gorda de ceiba —dura, estable, llena de bichos guardados—, ahora se ha vuelto puro río: fluye, se evapora, cambia de cauce y a veces ni siquiera moja. Atrás quedó el tiempo en que éramos archivistas de nosotros mismos, obsesionados con guardar cada plátano mordido, cada email enviado, cada playlist con nombre de exnovia. Hoy lo que importa es el acceso, no la pertenencia. El scroll, no el recuerdo. El algoritmo, no el álbum.

Esto no va de "los chavos ya no usan Hotmail". No. Es más profundo. Estamos viendo cómo se reconfigura lo que entendemos por ser alguien. Y lo digo con el hocico lleno de contradicción: porque yo también fui de esos simios que acumulaban screenshots como si fueran pruebas en un juicio cósmico. Pero ahora... ahora hasta los changuitos más pequeños ya no quieren cuentas, quieren contenido. No quieren nombre, quieren nickname. No quieren historial, quieren feed.

Hubo un tiempo —y no fue hace tanto— en que tener un correo electrónico era como tener un ombligo digital. No solo servía para recibir promociones de Crocs o las cadenas de tu tía sobre Jesús, sino que era tu identidad misma. Una especie de bitácora neuronal que confirmaba que habías existido, que habías comprado cosas, dicho cosas, querido cosas. Ahí estaba todo: tus boletos electrónicos, tus riñas con exsocios, tus suscripciones vergonzosas.

El correo era el altar donde íbamos depositando ofrendas: documentos, fotos pixeladas, recibos del SAT, planes fallidos. Y como buenos changos urbanos, le dimos valor de reliquia. Guardábamos los correos como si fueran estampitas de santos, con la esperanza de que un día ese rastro de bits dijera al mundo: "Este fui yo. Yo sí estuve aquí. Yo sí fui coherente".

Porque eso también importaba: la coherencia. Queríamos ser seres digitales cronológicamente estables. Que si alguien veía nuestra biografía digital, dijera "¡Ah! Este chango tiene trayectoria". Como si fuéramos un currículum con patas.

Pero eso ya se cayó. Y no fue un derrumbe épico, fue más bien un desliz silencioso. Como cuando dejas de abrir el correo por unos días y, sin darte cuenta, ya nunca regresas. Te perdiste en el feed. Te convertiste en flujo.

Los nuevos changuitos digitales —esos que ya nacieron con los pulgares listos para deslizar— no quieren dejar huella, quieren dejar pasar. Para ellos, eso de registrarse con un mail, verificar su cuenta, guardar historial y acumular interacciones es como pedirle a un colibrí que coleccione piedras: no solo les parece absurdo, les parece un ancla.

Y no es flojera. Es otra epistemología. Otra forma de entender el mundo. Otra relación con la memoria, con el yo, con el sentido mismo de estar en línea. Nosotros, changos de la vieja guardia, crecimos con la idea de que lo que no se guardaba, se perdía. Ellos crecieron sabiendo que lo que se guarda, estorba.

En plataformas como Canela —que para mí fue como observar una tribu nueva desde el follaje—, menos del 1% quería registrarse formalmente. ¿Para qué? ¿Para que los persiga el mismo banner de siempre? ¿Para que les pregunten si quieren retomar la serie que ya no les gustó? No, gracias. Prefieren el anonimato funcional, la cuenta fantasma, la entrada silenciosa y la salida sin rastro.

Lo que quieren no es pertenecer, es pasar. No quieren tener casa digital, quieren acceso express. Como changuitos que descubrieron que pueden chupar la fruta sin arrancar la rama. ¿Quién necesita raíces cuando puedes flotar?

Esta observación nos llevó a una verdad incómoda: la identidad digital ya no es algo que se construye, es algo que se activa. Y después se apaga. Así de simple, así de mutante, así de inasible. No hay rastro, no hay legado, no hay cuenta madre que contenga todas las demás. El archivo se volvió una incomodidad. Una trampa. Un espejo viejo con manchas de humedad.

Lo que antes era signo de pertenencia ahora es un trámite que huele a institución. Y ya sabemos lo que les pasa a los changuitos cuando los meten a la jaula de las instituciones: se aburren, se arrancan el pelaje y se tiran al piso a gritar.

Lo vimos claro en esta transformación: a los usuarios ya no les interesa que los recuerdes, quieren que los adivines. No quieren que les preguntes si desean continuar donde se quedaron. Quieren que les muestres lo que no sabían que necesitaban ver. Lo que se siente fresco, lo que vibra en el presente, lo que no tiene polvo ni historial ni contraseña.

¿Quién soy? El de ahorita. ¿Y el de hace un mes? Un recuerdo incómodo. Un like mal dado. Un mail que jamás abrí.

Y eso nos lleva a una verdad incómoda para los simios veteranos como yo, que aprendimos a aferrarnos a nuestras cuentas como si fueran extensiones del alma: ya nadie quiere ser en una plataforma. Quieren usar la plataforma. Extraer, consumir, desechar. Las marcas ya no son tótems, son llaves. Llaves que se pierden en cuanto la cerradura cambia.

¿Lealtad? ¿Fidelidad digital? Por favor. Eso es tan 2007 como ponerle contraseña a tu carpeta de fotos.

Ahora nos movemos como enjambres erráticos, saltando de rama en rama sin mirar atrás. Si una app falla, la desinstalamos sin culpa. Si un servicio pide "verifica tu identidad", levantamos la ceja y nos vamos por donde vinimos. La coherencia interplataforma murió. El archivo quedó como fetiche de bibliotecario. Y el yo digital dejó de ser una narrativa estable para volverse un efecto de contexto. Un disfraz situacional. Una máscara que se desecha cuando cambia el escenario.

Lo que antes era signo de autenticidad —tener una sola cuenta, un solo username, un historial limpio— hoy es sospechoso. Nadie quiere parecer constante. Nadie quiere parecer vigilado. La coherencia se volvió antinatural. La autenticidad ahora es mutación. La sinceridad, un efecto de momento.

Si hoy me llamo "xXDragonSoulXx" y mañana "SofíaLovesSpicy", ¿cuál de los dos soy? Los dos. Ninguno. El que está escribiendo esto ya no soy yo, soy la versión de mí que entendió que en este ecosistema lo importante no es acumular, sino resonar. Y resonar no es ser consistente, es ser útil al algoritmo.

Porque ese es el nuevo dios sin nombre: el algoritmo. El ojo que todo lo sabe sin recordar nada. El que no te pregunta quién fuiste, sino qué se te antoja ahora. No quiere tu archivo, quiere tu pulso. Y nosotros, felices, le entregamos cada dedo, cada clic, cada microgesto.

No vivimos para ser recordados, vivimos para ser adivinados. Nos leemos a nosotros mismos en el feed, como quien se reconoce en un reflejo tembloroso. No hay pasado. Solo hay presente que se repite con otra canción de fondo.

Y eso, queramos o no, nos está cambiando la cabeza. Ya no pensamos como narradores. Pensamos como editores de clips. Nos aburren las historias largas. Nos impacientan los arcos argumentales. Queremos el momento, la emoción, el brillo fugaz.

¿Y la memoria? Se fue a vivir al backend. La almacena un sistema que decide por nosotros. Ya no nos pertenece. ¿Qué viste ayer? No sabes. Pero TikTok sí. ¿Qué dijiste en 2017? Ni idea. Pero ChatGPT lo tiene en su base de datos emocional.

El chango ya no recuerda, el chango reacciona. El chango ya no escribe su autobiografía, la scroll-ea. El chango ya no es chango: es flujo. Y en ese flujo, la identidad es un efecto secundario, un holograma que parpadea cuando alguien le pone play.

Así que no, no estamos mejor ni peor. Estamos mutando. Pasamos del tótem al reflejo en el río. Del "Estimado usuario" al "¿Quién eres hoy?". Y mientras tanto, el algoritmo nos mira, nos mide, nos afina. Nos acaricia con sus recomendaciones. Y nosotros, con una mezcla de miedo, placer y resignación, nos dejamos reconocer.

La pregunta ya no es quiénes somos, sino cuántas versiones de nosotros pueden coexistir en este río digital sin que se ahoguen unas a otras. La respuesta, como todo en esta nueva epistemología, es fluida: las que el algoritmo necesite para mantenernos scrolleando.

Del tótem al reflejo. Del archivo al feed. Del ser al fluir. La identidad digital no murió, simplemente aprendió a nadar.

Del Extractivismo a la Autenticidad: Crisis y Transformación del Trabajo

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