"Güey", decimos todo el día. Lo mascamos como chicle cultural. Lo gritamos, lo arrastramos, lo modulamos con burla, ternura o furia. A veces es saludo, a veces insulto, y otras simplemente una pausa sonora para no quedarnos callados. Es muletilla, comodín, comodato del habla. Pero… ¿de dónde salió esta palabra que usamos con tanta soltura como si siempre hubiera estado ahí?
Muchos repiten —como quien dice la hora sin ver el reloj— que viene de "buey", ese toro castrado que empuja el arado sin protestar. Y sí… tienen razón. Pero no saben qué tan trágicamente acertados están.
Porque yo, chango urbano que se rasca mientras piensa, veo en esa explicación una radiografía perfecta de una conquista que nunca terminó.
La raíz verdadera está más atrás. Mucho más atrás. Y como toda raíz que merece respeto, viene del náhuatl: Huey Tlatoani, el Gran Gobernante. No cualquier autoridad, sino el jefe supremo, el que hablaba en nombre del mundo. Huey: grande, sagrado, vasto. Tlatoani: el que tiene la palabra. El que habla por los dioses.
El Huey Tlatoani no era figura decorativa: era verbo encarnado. Su voz no era opinión, era destino. No decía lo que pensaba; decía lo que era. Era el poder hecho palabra. La autoridad que no se discute porque emana de lo divino. Cuando hablaba, el cosmos escuchaba.
Y luego… llegaron los que conquistan. Con espada, cruz y gramática.
Y aquí está el genio oscuro de la colonización: no bastaba con matar al emperador. Había que castrarlo en el lenguaje. Convertir su nombre sagrado en insulto cotidiano. Transformar al semidiós en bestia de carga.
Del Huey que significaba "grande, sagrado, vasto" al güey que designa torpeza, exceso, necedad. Del Tlatoani que era "el que tiene la palabra divina" al apelativo que usamos para nombrar al que no tiene ni voz ni voto.
Es la colonización perfecta: te quito tu lengua sagrada y te doy a cambio la mía… pero deformada, degradada, vuelta mofa de lo que un día fuiste.
Porque no es casualidad que güey venga de buey: el animal castrado, domado, que tira del arado sin rechistar. Es metáfora hecha carne. Humillación convertida en hábito lingüístico. Cada vez que dices güey, estás repitiendo el acto de castración simbólica del Huey Tlatoani. Estás llamando "animal domado" al que una vez fue tu emperador.
Y nosotros, changos culturales, lo repetimos sin saber. Le gritamos güey al compadre con el mismo cariño inconsciente con el que nuestros ancestros le susurraban plegarias al Huey Tlatoani. Convertimos la reverencia en burla, el respeto en costumbre, lo sagrado en muletilla.
El lenguaje no es inocente. Cada palabra carga la historia de quien la domina. Y cuando el colonizador no puede borrar una palabra sagrada, la pervierte. La vuelve insulto. La convierte en su propio negativo. Y mantiene el sonido, para que el colonizado siga pronunciando su humillación sin notarlo.
Sapir y Whorf lo dijeron —aunque como hablaban académico y no viral, nadie los peló—: la lengua no describe la realidad, la construye. Y si construyes un mundo donde llamas "animal castrado" al que debería ser "gran gobernante", ¿qué clase de respeto te queda para ti mismo?
Por eso, cuando dices güey —y yo también lo digo, no me hago el santo— estás participando en el ritual cotidiano de tu propia colonización. Llamas buey a tu hermano con el mismo amor ciego con que tus ancestros llamaban Huey a su soberano.
Huey Tlatoani se volvió güey. El semidiós se volvió animal de carga. Y nosotros, changos urbanos que nos creemos libres, seguimos masticando esa castración como chicle cultural.
Tal vez esté bien.
Tal vez no.
Pero ahora, al menos, cuando digas güey, podrás rascarte la cabeza sabiendo por qué.
Y quién sabe… tal vez un día, sin dejar de reírnos, empecemos también a hablar con memoria.